Des-romantizando la conservación (parte 1)
La lluvia comenzó a las 12 del día, lo cual es extraño para esta época del año en Choachí ya que deberíamos estar en pleno verano. Josecito, quien nos ayuda a cortar el pasto alrededor de la cabaña, paró de trabajar, algo raro en él que no se intimida con una llovizna. Hacia las 4 pm el día se había oscurecido por completo y sonaban truenos a la distancia: llevábamos más de 3 horas de lluvia intermitente y la cosa no pintaba bien. Uno de tantos rayos afectó la torre de comunicaciones, a unos pocos kilómetros de nuestra reserva, dejándonos sin conexión a internet. A las 7 pm la tormenta estaba sobre nosotros, los relámpagos centelleaban cada 3 ó 4 minutos y la tierra se estremecía; era algo que ya habíamos vivido un par veces, así que seguimos con nuestra rutina sin alarmarnos. Pero algo no se sentía bien, la lluvia no amainaba y entrada la noche la quebrada bramaba con una furia sin precedentes. Sentimos la tierra moverse bajo nosotros y fue claro que lo que estaba pasando no era normal: estaba oscuro afuera, no podíamos ver nada, pero sentíamos la furia del agua en el cuerpo. Sobre la medianoche escampó por completo y la curiosidad de ver lo que había pasado nos hizo salir e ir a la parte baja de la reserva. Lo poco que pudimos ver en medio de la oscuridad era dantesco. El río se había metido en la reserva.
Responder a la pregunta “por qué hacemos conservación” es difícil porque tiene muchas respuestas y ninguna a la vez. De hecho, no estamos seguros de estar “conservando” en el sentido técnico del término. Hay algo que nos mueve las tripas, somos unos convencidos sobre la necesidad de estar inmersos en la naturaleza y cuidar un pequeñisísimo rincón del bosque; nos encanta meternos en el monte y pajarear o ver cómo florecen las plantas, todo esto nos alimenta el alma y nos da un propósito. En ese orden de ideas, nuestro proyecto es una experiencia de descubrimiento constante. Algunas veces entendemos con claridad lo que estamos haciendo y otras, tenemos más dudas que certezas.
Como con los rayos de la tormenta, algo en nosotros centellea y nos enseña algo importante. Esta vez, un evento de destrucción masiva nos puso de manifiesto una respuesta que no estábamos buscando.
Al otro día, la luz de la madrugada revelaba la extensión de la devastación. La quebrada había cambiado por completo su cauce y se había tragado parte de la vía veredal y el puente que comunicaba a la reserva San Miguel, sólo a 200 metros de nosotros. Había piedras de 5 metros en el lote de nuestro vecino y en la montaña se veía el rastro de un deslave masivo. El agua había bajado del páramo arrastrando rocas, lodo y tierra, generando un efecto en cadena que terminaría por dejar dos veredas incomunicada, tres puentes y una casa destruidos y los acueductos veredal y municipal fuera de funcionamiento.
Nunca habíamos presenciado algo así y esperamos nunca más volverlo a vivir. El cañon hermoso y apacible al que estábamos acostrumbrados y la quebrada con sus piscinas de agua helada donde algunos valientes nos habíamos atrevido a zambullirnos, ya no estaban. Es como si el agua y las rocas se hubieran llevado algo de nosotros también, como si la avalancha hubiera transgredido nuestra piel y se hubiera metido en nosotros.
¿De quién fue la culpa? ¿Por qué pasó esto? ¿Cómo pudimos haberlo evitado? Son preguntas que nos hicimos y aún nos hacemos. Hay algunas respuestas posibles:
La noche del 19 de diciembre llovió como no había llovido en décadas. Los vecinos, quienes conocen desde hace décadas las condiciones de la zona, no recuerdan haber presenciado un evento de tal magnitud. Es muy probable que esta tempestad haya sido manifestación del clima extremo causado por el cambio climático.
El proceso de potrerización (talar bosque y sembrar pasto para ganadería) gradual y continuo a lo largo de décadas ha cambiado dramáticamente no sólo el paisaje, sino también la estructura misma del suelo. La capacidad de absorción de agua se ha reducido considerablemente y, al no haber una capa vegetal con raíces profundas que “agarren” el suelo, las cuencas de los ríos pierden estabilidad y capacidad de absorber deslizamientos.
El clima ha cambiado bastante en los últimos años y ya no hay forma de saber cuándo es temporada seca o de lluvias, según nos cuentan los vecinos. No sería de extrañar que la deforestación de la Amazonía esté afectando los ciclos del agua en la vertiente oriental de la cordillera oriental.
Se vale admitir que las variables son tantas y tan complejas sus interacciones que es difícil encontrar una única causa. Muy seguramente pasó lo que pasó por una mezcla de muchas razones que aún no comprendemos, pero no por esto deberíamos quedarnos esperando a entender el problema en su totalidad. También se vale abordar las causas conocidas mientras se tienen los ojos abiertos a otras emergentes (pero esto es parte de otra discusión).
Y es así que, rumiando sobre posibles explicaciones, llegamos a una de esas respuestas que no andábamos buscando: qué tal si “conservar” y “restaurar” sean formas de acceder a esa compleja sabiduría que se ha ido acumulando durante milenios en el bosque. Las interacciones de las plantas, el río, los hongos, los microorganismos, los minerales y los animales que, “paciente” o “destructivamente”, se han ido ajustando unos a otros, parasitándose, fertilizándose, matándose, alimentándose y polinizándose hasta llegar al momento presente. Y algunos de nosotros, humanos, en un acto que pareciera ser una mezcla de soberbia e ignorancia, nos hemos declarado amos de ese bosque y de ese río sin comprenderlos del todo.
Es muy probable que en donde ahora está nuestra reserva hayan ocurrido eventos mucho más devastadores que el que vivimos hace unos días. Este bosque ha visto cosas que no alcanzamos a imaginarnos y por eso también es clave conservarlo y restaurarlo. Es como si pudiéramos reconstruir la biblioteca de Alejandría. Algunos quisieran tener todos estos libros a su disposición para preservarlos como una reliquia; otros quisiéramos echarles mano para tener acceso a formas de entender el mundo, que se perdieron en el tiempo.
Más allá del ideal romántico de volver a los buenos viejos tiempos, queremos tener la suerte de abrir esa ventana hacia un conocimiento más sutil y profundo. Yátaro no sería entonces ese lugar prístino que a veces quesiéramos que fuera, como la biblia de Guttenberg en su vitrina infranqueable, sino algo radicalmente diferente. Conservar y restaurar sería un acto de proyectarse hacia el futuro sobre los hombros de gigantes que a veces susurran y a veces rugen.